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Electra en la ciudad (fragmento inédito ) Nunca he sabido reconocerme en la mirada de un hombre. Dependiendo de si es una mirada porosa, abierta, densa, aérea, fría; toda mi existencia ha dependido de esa mirada de reconocimiento. Es una lucha constante, terca, semejante a una música que no se acaba de componer y que no podemos tocar, entonces, he aquí que evoco ese mito extraño de Electra, símbolo de una lucha constante por deshacerse de la figura predominante de un hombre y de un origen, para poder tener mi propio nombre. Y siempre he querido deshacerme de algunas imágenes, alejarme de la textura y el color de unos ojos, del volumen de un cuerpo, porte de guerrero indio después de una batalla, pero siempre, un guerrero. O debería decir, guerreros, en plural, para incluir también a aquellos hombres desconocidos, de los que sólo vemos una parte del cuerpo, o los que intuimos como perfectos complementos. Olvidar el olor rancio de una saliva y la imagen que tengo de mi propio rostro reflejado en el espejo de una sala: el pelo negro, corto, la mirada intensificada por el ángulo del cerquillo... Es una imagen que contemplo en la superficie y acepto como la verdadera imagen de mí misma, pero he aquí que volteo la cabeza y veo algo nuevo, la mirada de alguien que me observa desde la oscuridad. Por ejemplo, una noche, en un teatro, observo a Laurent dirigir una de sus piezas. El me ha invitado a su estreno en un pequeño teatro de Montauban. Se trata de una pieza escrita por un autor alemán, costumbrista y sin mayor interés salvo por la belleza del local donde se realiza y por la sensación que siento cuando me estoy sentada, esperando que empiece la función. Laurent estaba vestido de babiero, en homenaje al género casi burlesco, y desde el estrado me buscaba con la mirada tratando de encontrar mi aprobación. Yo nunca me he sentido realmente atraída por él (tenía esas bellezas que se contemplan pero que no nos comprometen), salvo en ese instante en que la delicadeza de sus gestos y movimientos, el color escarlata de su piel y de sus cabellos, sus ojos, la manera como levanta el brazo para llevarlo hacia su cabeza, su voz, y las cosas que va diciendo mientras no deja de mirarme, irngresan en el interior de mi cuerpo extendiendo una red vasta de sensaciones y valores, una sangre viva que hace de ese encuentro algo extraordinario, íntimo y de completa armonía. Es un estado de absoluta quietud, igual que en un sueño absoluto, perfecto e irreal. En ese instante pienso que tal vez Laurent es la persona que me ha hecho sentir el mayor bienestar, la persona cuyo mundo no me cuesta comprender permitiéndome que me acerque a él con confianza y sin miedo. Laurent entra en mí sin violencia, es la ecuación perfecta que me integra al mundo, y sin embargo, esto tiene poco que ver con mi propia historia porque nunca más lo he vuelto a ver. Si hubiera querido ser completamente fiel a ese instante de armonía, hubiese tenido que suicidarme. A lo mejor, pienso en silencio, vivir se resuma a eso, en saber aceptar los fragmentos de nuestra experiencia como precarios y absolutos y dejar flotar esas islas paradisíacas en un mar calmo y sin memoria, sin paranoia y sin ganas de alcanzarlos. Algunas veces también he cerrado una puerta como lo haría un personaje de novela, o colgado el teléfono como en la escena de una película, y la escena me ha parecido vacía y sin significado y no ha existido hasta que alguien me ha visto hacer ese gesto. En realidad, en aceptar esa dependencia radica toda mi fuerza de acción, mi condena, pero también mi goce. El primer hombre que aparece en mi vida es mi padre, luego, con la religión católica, Jesucristo. La secularización de esa imagen tutelar en el caso de algunas mujeres no aparece sino después de la pubertad; en mi caso, sucede con una crisis religiosa. Es algo natural de lo cual casi no me doy cuenta, sucede. Comprender eso puede ser banal, pero pensar que un libro puede mantener esa presencia intacta a lo largo de los años, es más bien para echarse a reír. En el momento en que la hepatitis tenía postrado mi padre en una cama de un hospital, sólo pensé en apropiarme del diario de André Gide con una indefrencia que me cuesta repetir. Un libro rojo en una edición completa de la editorial Aguilar. ¿Qué otras cosas poseo de él? Una o dos imágenes fuertes que me cuesta recordar sin perderme. Son partes encerradas, a veces, iluminadas de un ligero brillo, raramente compactas. Así empieza una parte de esa genealogía masculina que me esfuerzo en entender para saber por qué siempre hay algo pendiente, siempre una cantidad de hombres que esperan una especie de ejecución. En el fondo tengo la impresión de haber abierto alguna vez los brazos hacia un cielo hambriento e inmenso, donde algunas nubes forman una masa blanca y sedosa, a punto de crear algo extraño, una catástrofe natural, un moviento violento de la tierra, como un terremoto mientras yo, pequeña, me aferro a las líneas rectas y tubulares de las piernas de mi padre. Encontrarse en algún sitio sobre la cordillera, oír su voz que nos explica a mí y mis hermanas que se trata de la cordilllera blanca y, más allá, la negra, entrelazadas en un punto de fuga hacia el infinito, en esa sierra inhóspita, alta como un planeta alejado de la tierra, cuya vena principal, la ruta, nos deja pasar con la camioneta pick up que le han dado en la compañía de ingenieros. Y también el brillo del metal dorado latiendo en el fondo de una veta a cielo abierto, grande como dos veces la ciudad de París, en la cual unos hombres en uniforme y casco blanco entran trepados sobre sus máquinas Caterpilar para producir un ruido que nos perfora los oídos, cuando nuestro padre se aleja para dar instrucciones y el cielo se deja pinchar por sus espaldas angostas. Dentro de la camioneta nosotras éramos incapaces de bajar por miedo a las bajas temperaturas que se mantenían bajo cero a esas horas de la mañana. Y una vez que el sol calienta esa tierra hasta hacerla reventar, cuando el aire se ha secado haciendo arder la nariz, la misma tierra cruje como si se fuese a abrirse bajo nuestros pies cubiertos de las pesadas botas vaqueras de una antigua zapatería en el centro de la ciudad. Botas con punta de acero, cocidas a mano por un artesano de nombre italiano. Una vez descendidas de la camioneta, una por una, mirando a todos los lados, entre el ruido de motores y puntas de grúas que levantaban grandes rocas, una música de guerra empezaba a puntear lo que era una experiencia insólita, la voz de esa cantante llamada Rosie War decorticando fusiones de rock y música andina. La música atravesaba el cuerpo electrizándolo y dibujando extrañas figuras geométricas, mientras nuestro padre nos hacía señas para que nos acercásemos a ver lo que era una verdadera veta a cielo abierto. Luego, nos ordenaba volver a montar en la camioneta para que no nos atacase el famoso mal de altura, soroche . Imagina entonces que este hombre, mi padre, desaparecerá orientado por su extravagancia, propulsado por vientos imprevistos de un lugar al otro. Piensa que roza a veces la esquizofrenia al comprar tierras que no producen nada, o por el simple hecho de que se ha casado varias veces para dejar siempre una mujer abandonada que no lo olvidará, y así creerse siempre vivo. De todas formas siempre prefirió abandonar como prefirió trabajar para empresas privadas, con contratos que no se esforzaba en leer: this is América, baby . Cuando se aparece en casa a buscarnos para irnos de viaje a algún lugar desconocido, tengo la impresión de que activa las partículas de la atmósfera con cada movimiento de su cuerpo. Las botas texanas hacen presión sobre el piso de cerámica y producen un ligero chirrido. En su pantalón Levis , la etiqueta está volteada hacia afuera, por lo que intuyo que se ha dado al abandono y siento miedo. Con el tiempo he aprendido a perderle miedo a la desaparición repentina de su cuerpo, a ese agujero en el vacío. En el presente, he terminado también por aceptar su vulnerabilidad mientras lo veo recorrer calles en busca de un plato de comida, en casa de algún amigo, cuando se ha quedado sin trabajo y sin dinero y la miseria es elocuente y no se puede negar por más tiempo la realidad. Lo he visto, avanzar por una gran avenida marcada de jacarandás, el talle delgado y frágil, la frente redonda y plana como moldeada por una espátula, la nariz ganchuda y sus pasos firmes, embotados, sobre el pavimento. Avanza mirando siempre hacia adelante, a veces remueve algo en el bolsillo, luego avanza y se detiene, luego recomienza. Y no diré nada más por ahora salvo que el cielo se cierra, con la noche, la cabeza se envuelve en suave sopor y mi padre decide devolvernos a Lima, a la casa en la costa, liviana y clara. Creo que es la primera vez que nos abandona para siempre, o tal vez me equivoco y es sólo el comienzo, la verdad que no lo sé. En las mañanas es el colegio en forma de cubo, encajado en una parte alta de la calle, se llega rozando los cercos en cipreses, a veces sombreados por algún conífero de América del Sur. En el patio de recreos Soledad, la amiga de carpeta, me había presentado un dibujo en el que había diseñado la parte baja de su sexo, una especie de circunferencia pintada de negro, rellenada con el lapicero de tinta china. Ahí radicaban, según ella, las fuerzas concéntricas de una mujer y creía con devoción, o peor, como una supersticiosa. Yo le indicaba la cabeza, y ella dejaba salir risas roncas. La verdad que poco importa donde está situada la fuerza física de una mujer, lo que importa es si cree realmente que eso la hace diferente. Cuando el amante de su madre divorciada iba a visitarla, ella se exhibía en ropa interior pensando que ejercía una especie de dominio sobre él. En una sala un poco sombría, de muebles en caoba que incrementaban la sensación de sombra, Soledad se desplazaba tratando de atraer la mirada de este hombre igual que si se tratase de una luz a la que había que atrapar. El anunciaba quedarse por varios días. Así ella podrá verlo caminar con sus pantalones blancos, su cuerpo tenso y cubierto con un trozo de tela de algodón que la hará desearlo sin poder hacer nada contra ese deseo, al final, el deseo la define y la ubica frente al mundo. Mientras el deseo no se extinga, ella creerá que posee un dominio sobre el otro, el cuerpo de un hombre. Un día alguien le dirá que la desea con la misma violencia con que le teme a la muerte. Se echó a reír, le pareció una frase idiota. Pero no debería hablar de Soledad, no de ella primero, sino de mí. Imagina que, ahora, todas estas emociones no me pertenecen, que estoy ausente de ellas, como una bala pasando sin rozar su objetivo: y miro a un lado, y al otro, buscando las formas que me den placer y así me olvido de todo el resto, las palabras, de un diálogo, y otra palabra que repaso hasta lograr agotarme y perder su significado, que me olvido por un instante de mi padre y de su indiferencia. Así, una y otra vez, en una búsqueda, obsesiva por tratar de construirme un relato biográfico a la altura de mis deseos. Primero, llegado los veintiún años, me voy de casa, venzo mi miedo y me marcho a Europa. Me olvido en parte de quién soy y me refugio en el anonimato del viaje. Creía que tenía armas en mi poder, libros que empuñaba para atacar a los que consideraba mis posibles enemigos. Es una guerra durante la cual nunca quiero detenerme frente a un espejo obligada a descubrir las marcas de miedo y violencia de esos instantes arrancados a una impresión pasajera, como si frotasen el cuerpo ligeramente antes de arrojarlo a un hueco en la tierra y olvidarlo para siempre. La única forma de salvarse de la desaparición como persona, como mujer, era creer que se podía estudiar para tener un derecho soberano de pensar con libertad, salir del círculo endémico del subdesarrollo y la pobreza, escapar a aquellas miradas osadas de hombres, miradas de lujuria y de desprecio por no mostrarse como una joven ansiosa por formar una familia y que se resiste a bajar las armas. Simplemente no querer anularse. Renunciar al pasado, por ejemplo, a la voz quejoza de las cantantes de chicha, de rostros inflamados por el sol y labios enroscados encima de dientes pequeños, teñidos de amarillo. Todo esos duele, pero era preferible, cien veces mejor que quedarse sin hacer nada y no ser nadie. Yo creo que eso me ha obligado a buscar la delicadeza en un hombre, la belleza, en suma, contenida en una frase dicha a media voz, o un gesto, que es todavía más elocuente. Pero sólo las ha encontrado en los libros que me ha hecho creer que la ficción podría llenar esa veta dejada por la ausencia de mi padre. Pero imagina, imagina a esta niña corriendo sobre los huesos de unos muertos que desconoce. Imagina que atraviesa una pieza como un grito, veloz, y que una vez fuera, se da cuenta de que está en un parque de diversiones al que no quiere entrar, sin padre y sin un verdadero nombre. Entonces, piensa que jala una pita, la que tiene cargada en el centro del pecho, y se produce la explosión. |
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