Stabat Mater

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xNi siquiera sabía en qué parte de la habitación estaba, entrando, a ciegas, por un extenso corredor al que me había conducido una escalera de fierro, vi a José arrellanado contra el muro, los ojos muy abiertos, el pelo revuelto mientras un hombre, un gordo bajito con casaca bluyín, lo empujaba contra la pared hasta lograr introducirle, con la lengua, una pastillita blanca que después supe invitaba a la locura y el delirio. Un ácido, me confesó más tarde cuando yo me sacaba el vestido comprendiendo de manera remota, pero certera, que esa noche terminaría mal, que no serían dos cuerpos abrazados, queriéndose, sino kilos de desatino escamoteados por la estupidez, contenidos en nuestras frágiles osamentas que chocarían inútilmente, sin lograr la nota de placer y de sensibilidad necesarias para que lo que hiciéramos no fuese un acto higiénico, desarraigado y banal (página 56).